En las últimas décadas se ha producido un incremento
significativo de la diversidad en la población de las escuelas, lo cual sin
duda representa un reto importante para la educación actual. El principal
problema radica en el hecho de que en general la escuela y sus docentes no
están preparados para trabajar con grupos heterogéneos de estudiantes. De esta
manera, aquellos alumnos que pertenecen a alguna minoría cultural o
lingüística, que presentan una discapacidad física o intelectual, o que
simplemente provienen de contextos socio-económicos desfavorecidos, suelen
tener mayores dificultades, no sólo en términos de los resultados académicos
conseguidos, sino también en lo referente a la participación activa en la vida
escolar, como consecuencia de que la escuela no tiene en cuenta sus condiciones
y diferencias de origen a la hora de llevar a cabo el proceso educativo. Y con
ello se tiende a mantener y, en muchos casos, se agudizan las desigualdades
educativas entre los estudiantes que plantean mayores retos de aprendizaje y el
alumnado “privilegiado” que carece de tales dificultades. El enfoque de la
educación inclusiva, que subraya la necesidad de que el sistema escolar
global mente considerado se transforme en cuanto a sus aspectos físicos,
curriculares, las expectativas y los estilos de los docentes y los roles de los
líderes de modo que sea posible ofrecer una educación para todos, parece ser
una primera aproximación adecuada para luchar contra esa brecha. Sin embargo,
dicho enfoque se ha centrado en exceso, seguramente por sus orígenes, en los
niños y niñas con discapacidades, a quienes se los categoriza dentro del
conglomerado de alumnos con necesidades educativas especiales, por lo que hay
que seguir insistiendo en trabajar por superar las barreras a todas las formas
de marginación, exclusión y de bajo rendimiento, independientemente de su
origen. El propósito de la educación inclusiva y, en particular, de una
educación inclusiva para la justicia social, debe ser el de eliminar todo
indicio de exclusión, ya sea por la pertenencia a determinada clase social,
etnia, religión, género, o bien por la orientación sexual, la lengua materna,
la cultura de origen o la manifestación de ciertas habilidades. En este
contexto, dar respuesta al derecho humano básico de recibir una educación de
calidad se hace cada día más complejo, pero también más necesario.
Planteamientos y enfoques que hasta hace poco habían resultado satisfactorios
hoy se muestran inequitativos y, con ello, ineficaces. Así, frente a postulados
que centrados en el trabajo del docente individual, del proceso de enseñanza y
aprendizaje, cada día se reafirma más la necesidad de un abordaje conjunto por
parte de toda la escuela bajo los supuestos del trabajo colaborativo. Y, con
ello, se destaca el rol clave del liderazgo por conseguir una educación
inclusiva para la justicia social.
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